AL ENEMIGO (Lc 6,27-38)

No dudemos de que siguiendo a Jesús tendremos enemigos. Pero no los temamos. No seremos nosotros sus enemigos, sino ellos los nuestros… Porque es justamente el miedo al otro el que crea enemistad entre nosotros. Por eso: que ellos nos teman; pero que teman de nosotros, como de Jesús, nuestra verdad y nuestra bondad, que sea ése y no otro el origen de su enemistad. Y sin embargo, que nosotros les amemos: para nosotros serán siempre alguien a quien hacer partícipe de la benevolencia y el perdón, de la incondicionalidad del auténtico amor. Porque lo que da miedo al hombre es la mansedumbre y la ternura; lo que nunca acabamos de aceptar es el perdón; lo que siempre nos resistimos a practicar hasta el final es la bondad. Siempre nos deja en evidencia lo absurdo de la bondad.

No creemos nosotros enemigos, pero no nos sorprenda el encontrarlos, si emprendemos el mismo camino de Jesús, si acudimos con humildad y entusiasmo a su llamada. No se tratará de enemigos nuestros, sino de resistencia ante Dios, de oposición a su Reinado, de ceguera ante su luz; es decir, de su simple rechazo a la propuesta evangélica. Y no nos queramos mantener distantes o lejanos de ellos.

Porque Jesús hasta del enemigo hace prójimo, y no tiene miedo de acercarse a su lado, de mirarlo con ojos firmes pero indulgentes, de tenderle sus manos para decirle aquello que sólo la víctima puede decir al verdugo: que se sepa perdonado, que no tema… porque si hay víctima inocente es porque su verdugo tiene miedo: miedo de la verdad, de la bondad, ¡miedo de la vida!

La otra mejilla: que se harte hasta el cansancio, que llegue a asquearse de tanto golpearte a ti, para que de ese modo su cólera y su odio no llegue a otros. Que descargue sobre ti todo el peso de su ira, consecuencia de sus frustraciones y fracasos, de la zozobra y la inseguridad de sus programas, de la amargura y desesperación por sus bajezas y codicia, por sus envidias y soberbia; y que al descargarlo sobre ti con toda su rabia y contundencia, haya otros que se libren de su violencia y de su insaciable crueldad; que él mismo se sepa exorcizado de sus demonios…

Y orar por ellos, no por nosotros mismos; porque el discípulo de Jesús no busca salvarse él, sino rescatar al otro. Si Jesús colma nuestra vida, ya estamos suficientemente pagados, ya estamos en su dicha, y nadie nos las podrá arrebatar. Y eso nos basta, porque colma nuestros anhelos al llenarnos de su paz y de su alegría; no necesitamos pedirle nada más para nosotros. Pero como sabemos que hay que vencer muchas resistencias y hay que derribar muchas fortalezas para conseguir que su evangelio sea más que palabras; por eso, hemos de orar intensamente por ellos, por todos. Y, sí, ciertamente también por nosotros mismos, pero únicamente para que unos a otros nos sigamos dando el coraje de seguir en la brecha, contentos de evitar que otros sean lastimados, y felices por sentirnos fuertes en la comunión, animándonos unos a otros y exigiéndonos esa coherencia y esa alegría que hace inevitable el sentirse hermano.

Y bendigamos a los que nos persiguen. Sí, bendigámosles, porque son la piedra de toque de nuestra radicalidad en el seguimiento, la única prueba posible de que hablamos de lo que el mundo no quiere oír: del amor de Dios y su locura, de su impotencia, de lo imposible y la utopía, de la dicha del pobre y la sabiduría del necio; de todo aquello que suena a oculto y clandestino precisamente porque es transparencia y luz.

Porque si queremos ser fieles a Jesús sabiendo que no podemos nunca carecer de enemigos, si nos decidimos a practicar (¡no sólo a predicar!) su evangelio, no haremos de ello ocasión de condenar a las personas, sino de rechazar la maldad que se apodera de ellas; de ese modo, como hizo Él, nuestro intento será siempre el de salvarlas, el de invitarlas con nuestra indulgencia a romper las ataduras que oprimen sus vidas, a liberarlas; el hacerles posible a través del testimonio de nuestra propia vida, que al menos por una vez dirijan su mirada a lo que hay más allá de la ruindad, del interés desmedido, del egoísmo.

Es cierto que la ética estoica, como la de otras escuelas, filosofías y religiones, hablaba del amor al enemigo y de la bondad; pero no vieron cómo eso de que hablaban lo ejercía el mismo Dios sobre la tierra; de ahí la radicalidad insuperable que descubrimos en Jesús, y la desconcertante inconmensurabilidad de la exigencia, de su propuesta: nuestra tarea es sobrehumana…

Como todo lo que nos ofrece y a lo que nos convoca Dios en Jesús, el ejercicio del amor al enemigo desborda nuestras posibilidades humanas, y solamente puede ejercerlo al nivel de sus exigencias quien se deje penetrar por lo divino, quien renuncia a sí mismo para vivir desde el hermano, quien en lugar de consumirse en su propio ardor corrosivo, arde en la llama que Dios ha encendido en nosotros cuando prendió este mundo con su fuego al hablarnos Jesús del enemigo…

Un comentario

  1. Isidora 24 febrero, 2019 en 12:04 - Responder

    Sigo este blog encantada. me ayuda a crecer espiritualmente y sobre todo me pone entre las cuerdas. Gracias por compartir.

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