HUNDIRSE EN DIOS

Hundirse en Dios, sí, sumergirse en ese abismo suyo y dejarse mecer por sus olas, dejarse conducir por sus aguas y mareas, ser envuelto por su abrazo sobrecogedor, desconcertante, ese abrazo que te estremece y te cautiva. No poder respirar más que su aire, no beber sino su agua, no ver ni oír otra cosa que su luz y su susurro. Entrar con Él en sus estancias, dejarse conducir por su mano a lo más íntimo de nuestra propia vida, que se confunde con Él, acoger con una sonrisa de sorpresa y de alegría su inesperada presencia y su definitiva compañía.

Y no querer ya gozar de otra caricia, ni escuchar reclamos falsos, ni pretender absurdas metas o consuelos fáciles. Olvidar definitivamente mis alambicados argumentos, mis planes, todos los programas sabiamente calculados por mí, con mi buena voluntad, y en los que había invertido tanto esfuerzo. Huir desde ahora ya de esas ansiadas expectativas, alimentadas por mis ganas de ser algo más de lo que soy, al caer por fin en la cuenta de que es Él el único que me hace capaz de llegar a ser quien soy.

Sí, hundirme en Dios, ahogar en Él mi ineptitud y mis carencias, dejar que sea solamente Él quien riega mi tierra, quien hace germinar su semilla, su huella en mí, su vida… dejarle a él las velas y el viento de la mía, que sople su aliento y la dirija…

Y descubrir que no me quiere solo, descubrir que su aliento me dirige a alguien y me trae a alguien, que Él siempre convoca en su misterio al abrazo, que nunca nos ha querido solitarios, sino esperando el momento, su momento. Aceptar entusiasmado la mano que Dios mismo coloca entre las nuestras; ofrecerla a quien Él ha conducido hasta tu lado. Cuidar bien de la hermana, del hermano… y también dejarte cuidar; cuidar y ser cuidado, porque Dios no acepta la vida autocomplaciente de los satisfechos, ni siquiera la de supuestos aventureros esforzados; sus aguas son impenetrables para quien no llega a ellas cogido de la mano, tendiendo redes con aquél, con aquélla, con todos los que Él mismo trajo a tu lado.

Hundirse en Dios, pero abrazado, como Él te pide. Abrazado para evitar el vértigo infinito y para gozar de la dicha anticipada. Para hacer manifiesta la docilidad y la mansedumbre que Él te pide cuando te pone a la hermana, al hermano, como guardián y compañero de camino, como pastor y oveja, como luz para tus pasos y como seguidor de tus huellas, como sacramento mutuo, y de ese modo transparencia de Dios para ambos.

Porque la mística y el dejarse envolver, hundirse en Él, no consiste en el total y absoluto, el completo ensimismamiento: ¡Dios es el incapaz de ensimismarse! ¡Es Trinidad! ¡Comunión! Para hundirse en Dios es preciso ir de la mano de alguien, de él, de ella, de quienes Él te ha enviado y en quienes Él te abraza, os abraza. Y uno descubre precisamente el gozo de la hermana, del hermano, en ese sacramento que constituye algo también irrenunciable, la única clave que Dios nos da para entrar en Él, para descubrir sus entrañas, para no ser ahogados por nuestra miseria y envueltos por nuestro barro y lodo, en lugar de hundirnos en Él. Y el porqué de que Dios nos quiera así, abrazados, para hundirnos en su seno y reposar en sus brazos, será siempre un enigma, el de su Providencia, el de la muerte y de la vida… Pero, en el colmo del abrazo y mientras nos hundimos así, en la alegría y el gozo del misterio, en la paz y la gratitud del regalo, sentimos latir el pulso de lo eterno, de lo imposible, de su abismo, que es el nuestro…

Por |2019-02-23T23:45:07+01:00febrero 20th, 2019|Artículos, General|Sin comentarios

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