LA ABSURDA BONDAD

En su impresionante novela Vida y destino, sobre la batalla de Stalingrado durante la Segunda Guerra Mundial, Vasili Grossman se expresa de esta manera:

«En estos tiempos terribles en que la locura reina en nombre de la gloria de los Estados…en esta época de horror y demencia, la bondad sin sentido, compasiva, esparcida en la vida como una partícula de radio, no ha desaparecido…

A la gente le gusta buscar  en las historias y fábulas ejemplos del peligro de esa bondad sin sentido. ¡No hay que tener miedo!…

El daño que esa bondad sin sentido a veces puede ocasionar a la sociedad, a la clase, a la raza, al Estado, palidece ante la luz que irradian los hombres que están dotados de ella.

Esa bondad, esa absurda bondad, es lo más humano que hay en el hombre, lo que le define, el logro más alto que puede alcanzar su alma…»

Desde la órbita cristiana uno no puede sino ratificar esa consideración: la absurda bondad es lo más humano del hombre, porque justamente es ésa la óptica desde la que Jesús nos invita a asumir la realidad y a aceptar su seguimiento. ¿Qué mayor absurdo que su cruz, esa locura y necedad divinas?

¿Qué mayor absurdo que convertir la bondad en la rectora de nuestras actividades, el marco de nuestros tratos y negocios, la guía de nuestras metas?

No hay ninguna razón plausible para el ejercicio de la bondad, si no es la simple voluntad de gozar de lo humano, la gratuita y absurda pretensión de acceder a lo más oculto, de apostar por lo extraño, de pretender lo aparentemente imposible y siempre condenado al fracaso.

Tal como lo presenta Grossman, la bondad es lo que hace que una madre cuyo hijo ha muerto en las trincheras dé de comer, cuide y oculte al joven soldado enemigo herido, perdido y abandonado, exhausto, cuando la guerra cambia de signo y es perseguido: lo ve tan indefenso y necesitado como vería a su hijo. Absurdo. Incluso cruel e injusto. Escandaloso. Cómplice de la traición y la deserción… Porque es absurdo perdonar y cuidar del enemigo declarado.

Absurdo es renegar de la ley del más fuerte, que siempre, ¡siempre!, conduce la historia humana, disfrazada y maquillada de libres ofertas y de pretendidos progresos. Absurdo condenarse a ir siempre contracorriente del éxito, del protagonismo, de la moda, hasta de la superficialidad y la ramplonería de lo banal y cotidiano. Absurdo convertirse irremediablemente en la rareza del mercado…

Absurdo es en medio de cadáveres, apostar por la vida con una simple palabra de perdón: ¿es que eso les devolverá la vida? ¿Su sacrificio será en vano?

Absurdo ofrecer el único trozo de pan, el último vaso de agua al otro, cuando tienes hambre y sed; y hacerlo con un gozo profundo al ver los ojos ajenos que recobran vida.

Absurdo sonreír al que te ha abofeteado ya las dos mejillas y queda desarmado en su burla al ver tu sonrisa.

Absurdo renunciar en un segundo a todo lo que habías acumulado con tanto esfuerzo, para ver cómo aquél a quien se lo ofreces, ignorante de la ilusión y el trabajo que allí habías atesorado, lo toma, simplemente con gesto agradecido o como un deber de justicia.

Y, sin embargo, uno está tentado de pensar que la única justificación posible de la violencia y la guerra, de la crueldad de la historia y del desprecio del otro, de la voluntad de imponerse y la eliminación sin piedad del adversario; el único motivo real de que esté escrito con letras indelebles en nuestro código humano que “el hombre es lobo para el hombre”, es que solamente cuando la humanidad desborda de sangre, solamente cuando el odio consigue imponerse, puede descubrirse la luz inextinguible de la bondad en su auténtico esplendor; sólo entonces el leve gesto de una sonrisa, de una caricia, de una mirada, de una mano amiga, es capaz de eclipsar toda la maldad acumulada, todas las tinieblas que nos ofuscan, todo el rencor que anida en la barbarie.

Cuando uno, más allá de los datos y de la descripción de los hechos más trágicos de la historia humana, mira con ojos profundos a las víctimas, y desciende al horror y el abismo de lo que en aquellas condiciones “objetivas” fue su vida (Auschwitz, Stalingrado, el rosario inmisericorde de las guerras y conflictos), uno está tentado de renegar de lo humano, de lo humano y lo divino, que se confunden siempre en su misterio y nos convocan a otra cosa… Pero cuando en los campos de exterminio de nuestra humanidad ve que hay quien se ha atrevido, desde la más insignificante instancia de una vida despreciada e inútil, tal vez ya también condenada, a mirar con amor y piedad al otro, esforzándose simplemente en mitigar su dolor o su quebranto, y en acompañar su desolación con una mano esta vez abierta, y no empuñando el arma que amenaza sino la bondad que acoge, ese simple gesto mueve montañas de indiferencia y de crueldad y es capaz de reconciliarnos con lo humano, con el hombre y con Dios en su misterio coincidente.

El absurdo de la bondad, con un solo destello de su luz, derrumba toda la supuesta lucidez del hombre: ¿acaso no fue una cruz el triunfo definitivo de lo humano, de lo divino?

Porque es el colmo de la bondad y del absurdo estar colgado en una cruz, fruto de la injusticia y la cobardía de toda una humanidad empecatada, y en lugar de entonar un salmo de venganza: “Señor, que no triunfen de mí mis enemigos, que caigan derrotados para siempre”, clamar incomprensiblemente: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Absurdo no llevar cuenta de las ofensas ni de los agravios, y atreverse a descubrir esa alegría que no depende de los triunfos, sino de la emoción que te embarga cuando alguien recupera el aliento y, gracias a que tú le das la mano, sigue caminando.

Absurdo gritar sin vergüenza, o más bien con mucha vergüenza pero sin cobardía, que no te busquen para represalias, ni siquiera para consorcios y campañas exitosas, ni para sacar partido de la inocencia. Menos aún para invertir hacia un futuro que quizás resultará prometedor y envidiable en cuanto a seguridades y acomodos, pero estará hipotecado irremediablemente en cuanto a disponibilidad para el débil, posibilidades de entregarse al otro, o regalar tu tiempo.

Absurdo confiar siempre, sin querer llevar cuenta de las decepciones, superando una tristeza que te lleva al borde de la angustia, pero consigue arrancarte una sonrisa indulgente y te dice que la aventura impagable de cada día que comienza es la ilusión por estar a la expectativa del regalo imprevisible que te llegue.

Absurdo callar por prudencia cuando todos vociferan y hablar de bondad con valentía, no exenta de temor, en los foros del conformismo, la resignación o la pereza. Absurdo renunciar a algo querido y deseado por no herir susceptibilidades ni propiciar enfados o simples incomprensiones.

Absurdo condenar el mal cuando se impone y te amenaza; y no esgrimir ningún arma que lo venza, sino, simplemente, aportar el testimonio de tu honradez y tu paciencia.

Pero, ¿es que se puede vivir sin la bondad, sin ese absurdo? No, decididamente solamente se puede vivir en el absurdo. Hay que decirlo sin miedo. Y hay que vivirlo, aunque dé miedo.

Por |2019-02-23T23:38:50+01:00febrero 13th, 2019|Artículos, General|Sin comentarios

Deja tu comentario