Nuestra cultura occidental y nuestra forma de pensar nos han llevado desde siempre a considerar a Dios como inmutable e impasible, dando por supuesto que la perfección consiste en la quietud absoluta y en carecer de esa necesidad de movimiento y dinamismo que nos caracteriza a nosotros y que identificamos con nuestro modo de existir, sujeto a la mudanza y a los cambios. Pensábamos que si Dios es infinitamente perfecto eso significa que es absolutamente estático, en contraste con nosotros, siempre movientes.
Sin embargo, ese movimiento y dinamismo que experimentamos es la vida misma; y Dios es, por definición, el eterno y perfecto precisamente porque vive para siempre y desde siempre. ¿Cómo, pues, va a ser Dios “el inmutable e impasible”? ¿No será, más bien, el infinitamente dinámico, el incapaz de estar quieto y absorbido en sí mismo? ¿No es eso, precisamente, lo que nos enseña a los cristianos el mismo Jesucristo y lo que definimos como el misterio de la Trinidad?
La Revelación de Dios al hombre es desde su origen una llamada a “reventar” nuestros conceptos religiosos y bien intencionados sobre Él, para presentarse como manifestación de vida, como fuente de agua viva, y por eso lo descubrimos en el fluir de la historia tanto personal como comunitaria. Y el mismo Jesús con su vida y su palabra, con su evangelio y su entrega que culmina en la cruz, nos muestra cómo Dios no es el impasible y distante, que se recrea en sí mismo; sino “el incapaz de ensimismarse”, y tal vez ésta sea la mejor y más sorprendente definición de Él. Dicho de otra manera, Dios es el que se complica la vida, porque –nos dice Jesús- ésa es la única forma posible e imaginable de ser Dios; todas las otras que imaginemos no resisten la acusación de egoísmo, egolatría, o autocomplacencia.
Pero si Dios es, por definición, la vida absoluta precisamente porque es quien se la complica absolutamente por su libérrima e insondable voluntad, el misterio entonces no sólo no desaparece, sino que nos lo transmite a nosotros: la única forma decente y digna de vivir es entregar la propia vida, complicársela, asumir su evangelio; es decir, aceptarlo y practicarlo.
Y lo profundo del misterio es eso: que sólo de esa manera vale la pena ser Dios; y que sólo de esa manera, aprendiendo de Él, vale la pena ser hombre.
Gracias.
Qué vértigo…